Los antiecuménicos de siempre y los antiecuménicos de ahora (que eran los ecuménicos de antes) se han unido en estos días para exponer, como trofeo de caza, los titulares publicados por los medios de comunicación a raíz del documento vaticano en el que se ratifica la antigua doctrina de que la Iglesia Católica es la Iglesia de Cristo. Alegan que ahora sí hay razones para suspender todo indicio de cooperación. Dicen que ahí está lo que faltaba para silenciar el diálogo y no hablar más de la Unidad.
Vayamos por partes. El Cardenal William Levada, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, firmó el pasado 29 de junio un documento titulado "Respuestas a cuestiones relativas a algunos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia" en el que se reafirma que Cristo "ha constituido en la tierra una sola Iglesia"; que "solamente en ella han permanecido todos los elementos instituidos por Cristo mismo", y que ella "es la única Iglesia de Cristo". Según el documento, a las Comunidades cristianas nacidas de la Reforma del siglo XVI no se les debe conceder el título de "Iglesia" puesto que "no tienen sucesión apostólica mediante el sacramento del Orden" y "no han conservado la auténtica e íntegra sustancia del Misterio eucarístico". En consecuencia, las comunidades evangélicas son comunidades cristianas, pero no Iglesias.
Se recuerda también que a las Iglesias Orientales sí se les llama "Iglesias". Ellas "tienen verdaderos sacramentos", "sucesión apostólica", "sacerdocio", y "Eucaristía". Por lo tanto, desde el Concilio Vaticano II "merecen el título de Iglesias particulares o locales, y son llamadas Iglesias hermanas de las Iglesias particulares católicas".
Si se me permite explicar el tema usando el argot futbolístico de estos días diré, entonces, que hay unas Iglesias que clasifican, otras que no entran ni "a los octavos de final" y una que se gana la Copa. Además, la que se gana la Copa, se la gana siempre y es, además, la que organiza el campeonato. Las comunidades evangélicas no entran a la final ni "por el sistema de repechaje", ni tienen derecho a "tiempo extra", ni mucho menos a tiros desde el punto penal (ya lo tuvieron en el siglo XVI y Lutero no quiso cobrarlos). No clasificaron por dictamen del árbitro (que, dicho sea de paso es el Director Técnico del equipo que siempre gana la Copa). Las Iglesias Orientales, por su parte, sí "pasaron"; jugaron la final y aunque la perdieron por varios goles en contra se llevaron un decoroso segundo lugar y merecen (es asunto de méritos) una Copa para alentar a sus seguidores. Por estos lados del fútbol ¿no será que comprendemos mejor los intríngulis de nuestras eclesiologías y se nos hacen menos amargas sus sentencias? No lo sé.
Entonces, una sola es la Iglesia (lo cual no es noticia nueva; ya nos lo habían recordado en la Dominus Iesus), algunas son Iglesias hermanas y otras Comunidades cristianas. El Cardenal Levada (el mismo de la Notificación en contra del padre Jon Sobrino), con la anuencia del Papa Benedicto XVI (su inmediato antecesor en la Sagrada Congregación), decidieron publicar estas respuestas con el ánimo de enseñar a los católicos y católicas que no hay por qué pensar que el Concilio Vaticano II se retractó de la doctrina de la Iglesia. Levada escribe para aclarar el "significado auténtico de algunas expresiones eclesiológicas que corren el peligro de ser tergiversadas en la discusión teológica". Y es bien sabido que muchos teólogos y teólogas católicos, inconformes con las declaraciones de su Magisterio, han procurado una hermenéutica más abierta para demostrar que el Vaticano II si fue más inclusivo y respetuoso con las demás expresiones de la fe cristiana. A estos es a quienes se les advierte ahora no seguir tergiversando la eclesiología.
Concuerdo con que estas declaraciones son inoportunas, impertinentes y lamentables (para algunos, fastidiosas). Estoy de acuerdo y acompaño ciertas voces de indignación, como las del Rev. Israel Batista, Secretario General del Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI), también las emitidas por la Federación de Iglesias Evangélicas de España (FEREDE) y las de Georges Lemopoulos, Secretario Adjunto del Consejo Mundial de Iglesias (CMI), entre muchas otras. También expreso mi solidaridad con centenares de católicos y católicas que han protestado contra el documento; estos son los que más sufren los desaciertos del Vaticano. Pero, así como concuerdo con los ofendidos (evangélicos) y me uno al lamento de los afectados (católicos), me pregunto: ¿Acaso no tiene cada fe el legítimo derecho a sus errores? y ¿quién ha dicho que los errores de unos deben ser recibidos como verdades para todos? Y ¿por qué ahora algunos evangélicos reaccionan como si su acreditación eclesiológica dependiera del magisterio católico? Y también me pregunto, ¿qué si la Iglesia Católica decidiera tomarse tan a pecho todas las descalificaciones y las ofensas teológicas —eclesiológicas, escatológicas, soteriológicas, pnumatológicas y otras tantas “ilógicas”— que se le han propinado por parte de muchas iglesias evangélicas? Porque, la verdad sea dicha: cuando algunos sectores evangélicos se refieren a la Iglesia Católica, lo hacen con una virulencia inusitada. Algunos improperios hacia el catolicismo no son nada comparables a los académicos y formales términos de exclusión que usa la Sagrada Congregación para las Comunidades cristianas nacidas de la Reforma.
Si la Iglesia Católica reafirma que ella es la única Iglesia de Cristo y que los evangélicos no somos Iglesia, entonces quienes se deben preocupar (y ya lo están) son los mismos católicos y católicas. Es suya la Sagrada Congregación, es suyo el Cardenal Levada y suyo el Concilio de Trento y el Vaticano I (porque el Vaticano II es de todos). Una religiosa a quien aprecio y respeto me escribió en estos días diciendo: "Harold… yo no sé lo que pasa en el Vaticano... cuando creíamos que podíamos esperar vientos mejores, todo vuelve a lo antiguo, lo cerrado y lo autosuficiente". Y un laico católico compañero de Visión Mundial me escribió: "Harold, no comparto la declaración", y agrega que "este centralismo de Roma" es preocupante; lo califica de "poder arrogante".
Por eso, hoy me alarmo tanto por las acciones de la Iglesia Católica (en mi opinión inoportunas) como por las reacciones evangélicas (en mi opinión desentonadas). No se cuál de las dos es peor. Algunos evangélicos piden que nos levantemos y le digamos al mundo que somos auténtica Iglesia de Cristo. Y además, que dejemos todo intento de diálogo y no busquemos cooperar con quienes no reconocen ese auténtico carácter eclesial. ¡Como si el peregrinaje ecuménico a favor de la vida dependiera de este acuerdo! José Míguez Bonino, patriarca evangélico en la caminata ecuménica, se refería hace ya varios años a la necesaria "variedad en tensión" que nos condujera a una pastoral que tuviera en cuenta "los mecanismos normales de resolución... de conflictos" (1992). Sabia lección para atemperar las reacciones.
Entonces, ¿ecumenismo a pesar de todo? No; de ninguna manera. No creo que a pesar de todo, y mucho menos que se haga a cualquier precio, pero sí a pesar de estas diferencias doctrinales (muy antiguas, por cierto) a las cuales cada confesión tiene derecho. Afirmo la urgencia de un ecumenismo orientado a la vida (ecumenismo de misión), al servicio de las personas más necesitadas del mundo, comprometido con la paz y la justicia, dispuesto a dar testimonio del amor de Dios en el mundo. Y a mí, como al conocido teólogo belga George Casalis, "El futuro del ecumenismo no me interesa en lo más mínimo, si no lleva a pensar en primer lugar, en el futuro del ser humano y a trabajar a favor de ese futuro". Y es precisamente ese futuro el que está en peligro; no por las impertinencias de nuestras eclesiologías imperfectas, sino por las inclemencias de la exclusión social, la pobreza, la injusticia, el dolor y la muerte.
¿Podremos trabajar juntos en bien de la vida? El documento conclusivo de la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, reunida en Aparecida, dijo que eso era posible y, además, un camino irrenunciable: “La comprensión y la práctica de la eclesiología de comunión nos conduce al diálogo ecuménico. La relación con los hermanos y hermanas bautizados de otras iglesias y comunidades eclesiales es un camino irrenunciable para el discípulo y misionero” (#227). Y yo, prefiero por ahora, aguardar con esperanza que esto se cumpla. Soy dueño de mi esperanza —terca, pero no ingenua— como otros de su fatiga y muchos de sus contradicciones.