miércoles, 7 de noviembre de 2007

EN SÍNTESIS: APARECIDA, MEJOR DE LO QUE SE ESPERABA

Cada año, cuando se conmemora la muerte de los seis jesuitas y las dos empleadas domésticas asesinados el 16 de noviembre de 1989, en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, en San Salvador, Jon Sobrino le escribe una carta a Ignacio Ellacuría (uno de los jesuitas asesinados y quien era el Rector de la Universidad) contándole cómo va el país en el que murieron y cómo está el mundo. Este año Sobrino ha empezado su carta diciendo: «Querido Ellacu: Varias cosas han ocurrido este año, que me recuerda cuando ustedes estaban aquí. Te hablaré de dos de ellas, que ayudarán en estos días de aniversario. En 1979 fue Puebla y este año ha sido Aparecida. Resultó mejor de lo que se esperaba, y no cerró puertas».

Agrega Sobrino que el lema de la Conferencia «fue bueno: ser seguidores de Jesús con la misión de anunciar al Dios bueno y transformar este mundo injusto y mentiroso en un mundo de justicia y verdad». Lamenta, eso sí, «el manoseo final del documento» y le dice a Ellacuría que eso «fue una verdadera lástima» y le agrega algunos detalles: «En alguna curia, sin el conocimiento de los obispos que lo aprobaron, se retocó el texto, sobre todo cuando se habla de las comunidades de base», con el comentario adicional de que «la democracia no es el fuerte de la Iglesia». Sin dejar de criticar los manoseos de la curia, Sobrino rescata los valores de Aparecida.

Recuerdo ahora que el padre Gustavo Gutiérrez, días después de que Benedicto XVI pronunciara su discurso inaugural, también escribió un comentario positivo, en su caso para celebrar las palabras del Papa y reconocer que la opción preferencial por los pobres había sido un tema central. Y dijo que ese tema, tan fundamental para su teología estaba «planteado y puesto sobre la mesa de la Conferencia de Aparecida» y que sería, «de mucha importancia en la asamblea que acaba de comenzar», como, en efecto, lo fue.

Sobrino y Gutiérrez no han sido los únicos teólogos católicos que han reconocido los aportes de Aparecida; también lo han hecho otros de su misma línea autocrítica y profética, José Comblin, entre ellos. Éste ha dicho que «la Conferencia de Aparecida constituye un acontecimiento inesperado. Nace una nueva conciencia. Los obispos recogieron las aspiraciones de la minoría más sensible a los signos de los tiempos. El documento final constituye un motivo de renovada esperanza para los viejos y ofrece algunas orientaciones bien definidas a los jóvenes». Yo me uno a ellos en su perspectiva esperanzada. Desde mi óptica evangélica tengo varias razones para creer así.

En Aparecida se abrieron nuevas puertas para la cooperación ecuménica; se afirmaron convicciones comunes acerca la misión del pueblo de Dios; se constató la centralidad de las Escrituras como «fuente de vida para la Iglesia y alma de su acción evangelizadora» (DC # 247)1; se profundizó el sentido trinitario de la espiritualidad bíblica; se reconoció la urgencia del discipulado como seguimiento radical del Maestro (DC #282); se renovó la opción preferencial por los pobres; se adquirieron compromisos a favor del nuevo papel de las mujeres, de los laicos, de los indígenas y de los afrodescendientes con miras a la construcción de un Continente con justicia y paz; se aceptó el desafío de trabajar por la integración de los pueblos de América Latina y el Caribe; se asumieron nuevas responsabilidades con el cuidado del medio ambiente, y se construyeron puentes para la reconciliación y la solidaridad.

Muy identificados podríamos sentirnos muchos evangélicos con aquello de que «la naturaleza misma del cristianismo consiste, por lo tanto, en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo» (DC #244) y que se hace necesario «proponer a los fieles la Palabra de Dios como don del Padre para el encuentro con Jesucristo vivo, camino de auténtica conversión y de renovada comunión y solidaridad». (DC #248)

Volviendo a la carta de Sobrino a Ellacuría, le dice que Aparecida no cerró puertas. Y agrega: «Queda por ver si nosotros pasamos de largo, sin entrar en el edificio, o si, con lucidez y compromiso, las abrimos de par en par». Yo espero que se mantengan abiertas, éstas que se acaban de abrir ahora, y que se abran las que aún siguen cerradas (con teológico hermetismo); nos queda, a nosotros los evangélicos, sostener las pocas que hemos abierto y buscar nuevos alientos para abrir las tantas que mantenemos trancadas (con hermético conservadurismo).
«Son las puertas del Señor, por las que entran los justos». (Sl 118:20)